El deterioro del carácter social, en la decadencia.

Recordad que el secreto de la felicidad está en la libertad, y el secreto de la libertad, en el coraje. ​                                                                 (Tucidides)

En los tiempos de declive nacional, tenemos que hablar de virtudes y defectos para describir el carácter social representativo de esta etapa. Eso no significa que en las etapas anteriores el carácter estuviera definido exclusivamente por virtudes. En absoluto, lo que ocurre es que  nunca como en este estadio de la evolución social, los defectos sobrepasan a las virtudes , hasta el punto de que algunas tradicionales “virtudes” son sentidas como “defectos” por sus detractores, como fue el caso del ya citado Nietzsche con respecto a las virtudes cristianas. Aunque a menudo los pueblos bárbaros o subdesarrollados crean un sentimiento de nostalgia en los países desarrollados y decadentes, expresivo de su distanciamiento de la realidad, como le ocurrió al historiador romano Tácito  : éste tenía la intención de mostrar a la gente de su época,  cómo entre los bárbaros se seguían cultivando virtudes que en otro tiempo imperaron en Roma. Creía reconocer en los pueblos germanos los viejos valores de austeridad, dignidad y valor militar que en otra época poseyeron los romanos, pero que habían declinado en tiempos posteriores. Tácito ve también con simpatía otras características de estos pueblos: su primitivismo, proximidad a la naturaleza, pureza y rusticidad, es decir, las virtudes asociadas a la vida en el campo, que más tarde se perderán con la existencia sedentaria vinculada a las ciudades. ​

La entropía y su efecto en la conformación de los valores.

De acuerdo a nuestra hipótesis de partida, los tiempos decadentes se originan por el agotamiento de la energía de sus gentes, tanto en lo que se refiere a la clase dirigente como a los ciudadanos .  Eso se traduce en una desaparición paulatina de todas las virtudes que suponen alto gasto energético : diligencia,  sacrificio, resistencia, son las primeras en desaparecer en cuerpos agotados por el esfuerzo, el estrés y la vida disoluta. El valor –el coraje-, que  en nuestro modelo histórico supone la piedra angular del sistema de valores positivos (la fuente de toda virtud),  desaparece en la decadencia por dos motivos, íntimamente  relacionados entre sí : a) por falta de suficiente  energía psíquica en los individuos y b) por el excesivo apego a la vida. La ausencia de energía, en primer lugar,  no permite el acto de valor supremo , el llamado imperativo categórico , esa virtud moral kantiana que se ejerce desde el más absoluto desinterés, y ausencia de cálculo,  en beneficio de una causa que se considera esencialmente justa. Pero aparte del imperativo kantiano, cualquier acto de valor, en general, exigirá una especial concentración  de energías psíquicas y físicas en el individuo, porque el instinto de conservación siempre actuará como contrapeso de toda  acción que implique riesgo, con lo que sobrepasar su poderosa fuerza disuasoria , resultará misión imposible desde un estado de agotamiento. En cuanto al segundo motivo de cesación del valor , el excesivo apego a la existencia,  habría que reflexionar sobre  las palabras que escribiera Cioran al respecto : « Conceder a la vida más importancia de la que  tiene, es un error que se comete en los regímenes decadentes » . En tales casos,  la vida se toma venganza , «dejando de estar de tu parte», de acuerdo al pensamiento del filósofo. Los personajes valerosos raramente se aferran  a la vida,   ni siquiera en su juventud , pero no por desprecio de la vida misma , (como parece insinuar Cioran en esta cita), sino por una razón que podríamos calificar de “utilitaria” :  el hecho de que la vida les haya proporcionado cierto número de satisfacciones, les compensa sobradamente de su corto disfrute; la intensidad de los sentimientos se impone a su duración.

Valentía y cobardía.

Y se preguntarán ¿qué clase de satisfacciones son estas que compensan una corta vida? Pues bien, dependerá del individuo en cada caso , pero, en general, estas satisfacciones responderán a un ideal , que puede estar conectado con la patria, el amor , la sabiduría, el cumplimiento de un sueño, o con cualquier otra aspiración humana de naturaleza no quimérica. Para los epicúreos, con su visión hedonista de la vida,  estas satisfacciones provenían, lógicamente, de los sentidos . Epicuro consideraba, en efecto, que  una vida era completa si uno no rehuía el placer y olvidaba  las promesas de eternidad. Con estos requisitos cuando las circunstancias te acercaban al momento de dejar la vida, no te irás de ella con el sentimiento de que algo faltó para haberla llevado mejor. (Obviamente el hedonismo puede resultar una ayuda para la muerte, pero, dado su carácter decadente, no es útil para llevar una vida proactiva) El individuo valeroso, sin etiquetas , cumplidas sus aspiraciones existenciales, y quedando así en paz con su conciencia, seguirá saboreando la vida mientras esta dure, pero estará siempre dispuesto a partir de este mundo, con una sonrisa en los labios, cuando las circunstancias lo demanden. Esta filosofía de vida, condensa lo mejor del idealismo filosófico y , también, del materialismo hedonista por cuanto alienta el coraje y desdramatiza la muerte.  Porque , además, sólo los cobardes temen a la muerte, ya que , como dijo Epicuro, la muerte no existe:   «La muerte es una quimera, pues cuando yo estoy, ella no está; y cuando ella está, yo no». Magnífico razonamiento que pasa, no obstante, por alto , aspectos importantes como la agonía, la muerte y el duelo por el ser querido, todo lo cual impone respeto incluso a los más valerosos. Pero lo cierto es que el epicureísmo sitúa el problema de la muerte en sus justos términos : el dolor incondicional no puede prosperar desde el punto de vista de la razón; y la muerte –se quiera o no- es , desde siempre, uno de los sucesos más temidos por la humanidad o, en palabras de un epicúreo moderno como  Marcuse, «la muerte es la gran acusación contra la vida» (pero no siempre):

Morir una muerte “natural” después de una vida plena puede ser muy bien una diferencia por la que merezca la pena pelear con toda la energía instintiva. No aquellos que mueren, sino aquéllos que mueren antes de lo que deben y quieren morir, aquéllos que mueren en agonía y dolor son la gran acusación.             

(Herbert Marcuse, Eros y Civilización)

 El miedo a vivir y morir.

El resultado de reflexiones como esta , conduce a nuestro argumento de que se agarrarán a la vida con más fuerza aquellos individuos que tienen cuentas pendientes con la existencia, es decir, los que no han saboreado la vida mínimamente , quizás por un exceso de ansiedad , por  condicionamientos sociales desfavorables, o, tal vez,  por exigir demasiado a la propia vida. Estos individuos –descartando las patologías que pueden inducir al suicido-  sienten que perder la vida en tales circunstancias, sería un modo cruel de frustrar, irremediablemente, una existencia que tiene derecho a ver cumplidas unas determinadas expectativas de placer sensual y/o espiritual, junto con determinados objetivos de realización personal. A ellos pueden también ser aplicadas la siguiente frase de Freud sobre la neurosis : «de la diferencia entre el placer de satisfacción hallado y el exigido surge el factor impulsor , que no permite la detención en ninguna de las situaciones presentes, sino que tiende siempre hacia delante » (Freud, 1984ª:117) .Un “hacia delante” que exige seguir viviendo para poder alcanzar el gran objetivo. O como escribiría el seguidor de las doctrinas freudianas, Marcuse :«el conflicto entre la vida y la muerte se reduce más conforme la vida se aproxima más al estado de gratificación. El principio del placer y el del Nirvana convergen entonces.» (Marcuse, Eros y Civilización). Así que,  en base a un interiorizado derecho natural a la felicidad, la mayoría de los infelices del mundo se aferrarán desesperadamente a la vida, a la espera de su oportunidad, pasando –si llega el caso-  por encima de su propia dignidad personal, con tal de ganar tiempo y hacer realidad sus sueños en algún momento futuro. El problema es que el propio miedo es inhabilitante y configura espíritus pasivos y timoratos, portadores de un deseo difuso pero irreprimible que es generador de ansiedad , ya que, de acuerdo a Cioran/Savater, « hace de la insatisfacción una premisa forzosa en el planteamiento del silogismo de la vida» , o , como dice Dorothy Parker, «lo que deprime el espíritu de los hombres y paraliza el esfuerzo constructivo es el miedo a la muerte y , sobre todo, el miedo a la vida» . Ahí reside ,a cualquier edad,  la llamada “cobardía” , o si prefiere, el miedo a vivir y  morir.  Y esa probablemente fue la fuente de inspiración del genial Hegel cuando hizo universal el cuento del Amo y el Esclavo , que establecía las diferencias de clase , en virtud de diferencias insalvables del sentimiento de apego a la vida entre el  hombre aristocrático y el individuo común. Una enseñanza que hoy interpretaríamos en los siguientes términos : al amo no le importa morir, porque ha disfrutado  de lo mejor de la existencia ; el esclavo se aferra, por el contrario, a la vida, a la espera de que su suerte cambie y pueda gozar -aunque sea brevemente- de la auténtica vida . Pero, sin duda, en los nobles también influirían máximas como la de Diógenes, quien decía «que el único medio de conservar la libertad, es estar siempre dispuesto a morir sin pesar». Se trata , pues, de hacer bueno el proverbio “antes morir que perder la vida”,  algo a lo que, desgraciadamente,  siempre estarán más dispuestos los espíritus favorecidos por la vida, que los penalizados en función de sus orígenes o dotes naturales. Pero no debemos confundir este sentimiento de “morir sin pesar” , que es de naturaleza idealista, con la “inclinación a la muerte” o “pulsión de muerte” que Freud definiera como Tánatos, y que es propia de sociedades decadentes, que permanecen melancólicamente ancladas en un pasado considerado “mejor”. Porque con su actitud, muestran en el presente “aburrimiento”, a la par que ausencia de objetivos, lo que conduce a la proliferación  del suicidio, como “elegante” forma de dar fin al hastío. Este sería el caso de la cultivada sociedad austriaca (a la que el mismo Freud pertenecía), entre 1860 y 1938,  periodo en el que se produjo una oleada asombrosa de muertes por propia mano, (incluyendo al Príncipe heredero),  y donde “las ciudades esperaban a que los hombres de talento hubiesen muerto, para rendirles honores” , algo que, lamentablemente, sigue ocurriendo en muchos países, especialmente los habitados por etnias latinas.

 Nadie es profeta en su (decadente) tierra. ​

“Nadie es profeta en su tierra” es una sentencia -recogida en el Evangelio de San Juan-, que pronunció Jesucristo cuando explicaba la Ley en la sinagoga de Nazaret , al ver que sus compatriotas le despreciaban, en lugar de aprovechar sus enseñanzas. Pero esta aparente paradoja,  que Cristo conceptualizó verbalmente por primera vez , no ha sido una vivencia aislada en la historia, pues se trata de un fenómeno  bastante común, que afecta no sólo a los profetas , sino a todo aquel individuo que revela imprevistamente su talento dentro de un medioambiente social en el que el personaje en cuestión  resulta excesivamente familiar : muchos grandes hombres y mujeres lo han sufrido en el pasado, hasta que, finalmente, les llegó -aunque no a todos- el reconocimiento de su talento por vías externas.  Contra la creencia general, los temas timológicos, es decir los relativos al honor y la aceptación social,  pueden desatar pasiones más fuertes que el dinero o el sexo y así ocurre que, en ocasiones, la ausencia de reconocimiento puede llevar incluso al crimen en personas altamente egocéntricas,  como ocurrió con  la muerte de Abel a manos de Caín (el primer asesinato que registra la Biblia) . Sin embargo, en presencia de caracteres más razonables, la hiriente indiferencia social ante el talento propio, sólo genera extrañeza y frustración entre las personas marginadas, ante la aparente ausencia de  causas objetivas que expliquen este tipo de reacciones disonantes. Y sin embargo las hay, aunque a menudo sean inconfesables.  Cuando la «minusvaloración» del sujeto se produce, por ejemplo,  en el círculo más estrecho ( familia , amigos y conocidos) , suele estar provocada por la envidia , un sentimiento que supera las barreras de la sangre y la amistad  y que se genera a través de un recurso poderoso como es el instinto de supervivencia: ante el triunfo de “lo próximo”,  el individuo se siente -por comparación- desvalorizado en su Yo más íntimo  y su reacción defensiva (autoprotectora del ego) tiende a negar la evidencia. Entonces,  esa  gente egoísta o mezquina adopta actitudes de oposición para liberarse de sus sentimientos de inferioridad, con lo que  la objetividad cede el paso a la subjetividad, forzada por  un mecanismo de defensa del Yo.  Si el rechazo se origina, por el contrario, en el más amplio círculo de la nación, el factor preponderante será entonces la falta de autoestima de un pueblo que vive su etapa decadente. Las naciones en declive pierden, en efecto,  la confianza en sí mismas como colectivo y recelan, por sistema,  de las virtudes de todo ciudadano que parezca destacar,  imprevistamente,  de la masa, en cualquier actividad.  Sólo cuando pueblos extranjeros muestran su admiración por el individuo local sobresaliente, los nacionales adquieren conciencia de que igual existe entre ellos una persona superdotada, que ha conseguido sobreponerse a la mediocridad general. Esto es válido tanto para la religión como para la  ciencia o el deporte y-cómo no- se da frecuentemente en el mundo artístico , donde aparecen numerosos casos de reivindicación internacional de individuos ignorados en su propio y decadente país. 

Jesucristo formuló su famosa sentencia en momentos “delicados” para el pueblo judío:  las grandes hazañas guerreras pertenecían  ya al pasado lejano; el país se hallaba sumido en una profunda crisis, como consecuencia de estar siendo sojuzgado por el poderío romano, mientras Juan el Bautista había anunciado el fin del mundo , llamando a los judíos raza de víboras y  advirtiendo de su inevitable condena. En este contexto de caos social -que muchos judíos pensaban favorable al advenimiento de un Mesías liberador-, prevalece, sin embargo,  el sentimiento mezquino de sus élites , junto con los prejuicios de clase que  ven en el Mesías un impostor, por su condición de personaje conocido de muchos e hijo de un humilde carpintero . En una época anterior más  favorable (y haciendo abstracción por un momento de las profecías evangélicas sobre el trágico destino de Cristo)  , los milagros de Jesucristo, junto con sus conocimientos bíblicos , su capacidad oratoria y su carisma excepcional , podrían haber obtenido el oportuno reconocimiento nacional, y el triunfo consiguiente, amparados ambos en el hecho de que las sociedades en crecimiento se sienten  más inclinadas a honrar el mérito allí donde aparece. Esto es consecuencia de que los pueblos en auge están orgullosos de su identidad y muestran seguridad en sí mismos, mientras que en la época decadente que le tocó vivir a Cristo, caracterizada por la inseguridad , la desconfianza y el derrotismo , sólo era esperable el escarnio y el suplicio de la cruz, trágicamente  acaecidos, de acuerdo a la tradición cristiana.

Diferencias fundamentales del carácter social entre auge y decadencia.

  Si trasladamos el análisis desde el plano individual al colectivo, encontraremos que la gente es más virtuosa en la fase de crecimiento como pueblo , porque su energía le permite cumplir adecuadamente con sus obligaciones personales, familiares y sociales , lo que , a la postre, le proporcionará un sentimiento de conciliación  con la vida y , consecuentemente, una personalidad más estable. Hay, pues, que presumir mucha más gente feliz o , si prefiere, con alta autoestima, en la etapa de auge civilizatorio que en la decadente. Los caracteres son también más recios, firmes y nobles en la primera que en la segunda.  En esta última fase, por el contrario, el agotamiento de la energía psíquica de las personas , unido a la alta entropía del sistema ( caos por doquier) generará gentes infelices , pusilánimes, temerosas de la vida, con baja autoestima en general; individuos apáticos que rehusarán la lucha en todos los ámbitos de la vida porque no se sienten con fuerzas suficientes para el enfrentamiento, por lo que cederán invariablemente  ante el agravio: «la deferencia con el adversario es señal distintiva de flaqueza, […] una coquetería de agonizantes», nos advertirá el filósofo Cioran sobre el afectado estilo versallesco de la decadencia. Y –en otro nivel de la escala social- proliferarán  individuos viles, coléricos, violentos, rencorosos , amargados y explotadores. Unos y otros –exquisitos y coléricos- formarán en conjunto, una colección de seres vivos que han dejado de ser útiles a la causa humanitaria y, como juguetes rotos, se prepararán para un largo sueño reparador , alejados del protagonismo histórico:

Los agotados ansían reposo, bostezos, paz, silencio: esta es la felicidad de las religiones y de las filosofías nihilistas; los vivos y los ricos quieren la victoria, quieren adversarios vencidos, quieren extender su poder sobre territorios más extensos que los que ocupan en la actualidad. Todas las funciones sanas del organismo tienen esta necesidad, y todo el organismo resulta un complejo de sistemas que luchan entre sí por el aumento de los sentimientos de poder.                    

(Nietzsche, La voluntad de poder)

 ​ Pero si tuviéramos que resumir en una sola idea el drama de la decadencia de los pueblos, esta sería la pérdida generalizada del coraje en sus gentes. En efecto, porque si antes decíamos que el valor supone la piedra angular de  todas las virtudes , ahora procede afirmar que la ausencia de valor deja el camino expedito a la degradación moral de un pueblo, causa primaria de decadencia. Los psicólogos de la superación humana , como Adler, han identificado en el individuo los efectos patológicos que produce la conjunción de un complejo de inferioridad , con la falta de valor:

La neurosis es una forma acabada del complejo de inferioridad. Es la falta de valor lo que impide que los individuos sigan un rumbo social, funcionando a través de cauces útiles . La conducta de los delincuentes es expresiva , en grado máximo, de los complejos de inferioridad , el alcoholismo , es otra.[…] Es la falta de valor, combinada con un complejo de inferioridad , lo que origina los problemas (de neurosis) .        

( Alfred Adler, Comprender la vida : 142;145).

Repercusiones en el plano social.

Si extrapolamos este análisis desde el plano individual al conjunto de la sociedad, resulta evidente  la capacidad autodestructiva que se imprime a un país que viene de sufrir malas experiencias guerreras, económicas, o medioambientales y que se encuentra al límite de sus fuerzas. Porque  no olvidemos que  los complejos de inferioridad de un pueblo se originan en la quiebra de una trayectoria histórica que era brillante  y que de pronto pasa a ser desastrosa ; otra nota interesante es que  el fallo de la autodeterminación  implica la correspondiente pérdida de energía y de coraje en  sus ciudadanos. El pesimismo se apodera de la sociedad, lo cual es previsible porque el pesimista traiciona una falta de valor para afrontar las situaciones difíciles . Al mismo tiempo, en la decadencia se pone de relieve la carga de razón que tenía Adler en su disputa teórica con Freud cuando decía que no era cierta la creencia ampliamente extendida , de que la represión de la libido era la causa de la neurosis. Si tenemos en cuenta que en las situaciones decadentes se acrecienta la sexualidad , es obvio que la ausencia de represiones no curará una neurosis y que esta seguirá su curso , sin posibilidad aparente de solución, dado que el estilo de vida de los ciudadanos se ha quebrado por efecto del caos imperante (alta entropía) . Al final la combinación de todos estos factores termina por ser explosiva. El desorden político-social contemporáneo a la decadencia,  se explicaría , pues, como la adopción de un clima neurótico en la sociedad , por efecto de la presión de los acontecimientos negativos sobre un cuerpo social exhausto, sin energía y -sobre todo- sin valor. Como dijo Heráclito,  «el carácter es el destino» y, si hacemos caso al historiador Burke , el carácter de un pueblo «es un contrato entre los vivos, los muertos y los que aún no han nacido» , «escrito y rubricado -añadiría Szondi– por los genes comunes» , es decir, por la raza o etnia . Pero si los vivos -decepcionados , cansados y acobardados- empiezan a cuestionar las certezas morales de los muertos, y las nuevas generaciones reniegan de las ideas de sus padres, la suerte del país estará entonces echada.  Así ocurre que, con un carácter social inadecuado para el momento histórico presente, el modelo  nacional de crecimiento tiende a agotarse , transmutando el principio de realidad en principio del placer, según las teorías de Freud . Se produce, pues, el giro hedonístico y caótico ,  propio de las etapas nacionales decadentes. Entonces, la ruina moral estará sin duda ya instalada, mientras que la debacle económica,  tardará más en aparecer, pero al final no faltará a su cita con la historia. 

Alonso Cortés

5-febrero

N.B: Extracto del capítulo 4 del libro La Sociedad Alejandrina, de José Aguilera.

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